Una intención estética con la Palabra

Blog creado por Alberto Peyrano
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lunes, 31 de octubre de 2011

Charles Dickens (Inglaterra)

ENCUENTRO CON LA SEÑORITA HAVISHAM


... Como no tenía más recurso que llamar a la puerta, lo hice, y entonces oí una voz que me ordenaba entrar. Por consiguiente, obedecí, encontrándome en una habitación bastante grande y muy bien alumbrada con velas de cera. Allí no llegaba el menor rayo de luz diurna. A juzgar por el mobiliario, podía creerse que era un tocador, aunque había muebles y utensilios de formas y usos completamente desconocidos para mí. Pero lo más importante de todo era una mesa cubierta con un paño y coronada por un espejo de marco dorado, en lo cual reconocí que era una mesa propia de un tocador y de una dama refinada.
Ignoro si habría comprendido tan pronto el objeto de este mueble de no haber visto, al mismo tiempo, a una elegante dama sentada a poca distancia. En un sillón de brazos y con el codo apoyado en la mesa y la cabeza en la mano correspondiente vi a la dama más extraña que jamás he visto o veré.
Vestía un traje muy rico de satén, de encaje y de seda, todo blanco. Sus zapatos eran del mismo color. De su cabeza colgaba un largo velo, asimismo blanco, y su cabello estaba adornado por flores propias de desposada, aunque aquél ya era blanco. En su cuello y en sus manos brillaban algunas joyas, y en la mesa se veían otras que centelleaban. Por doquier, y medio doblados, había otros trajes, aunque menos espléndidos que el que llevaba aquella extraña mujer. En apariencia no había terminado de vestirse, porque tan sólo llevaba un zapato y el otro estaba sobre la mesa inmediata a ella. En cuanto al velo, estaba arreglado a medias, no se había puesto el reloj y la cadena, y sobre la mesa coronada por el espejo se veían algunos encajes, su pañuelo, sus guantes, algunas flores y un libro de oraciones, todo formando un montón.
Desde luego, no lo vi todo en los primeros momentos, aunque sí pude notar mucho más de lo que se creería, y advertí también que todo lo que tenía delante, y que debía de haber sido blanco, lo fue, tal vez, mucho tiempo atrás, porque había perdido su brillo, tomando tonos amarillentos. Además, noté que la novia, vestida con traje de desposada, había perdido el color, como el traje y las flores, y que en ella no brillaba nada más que sus hundidos ojos. A1 mismo tiempo, observé que aquel traje cubrió un día la redondeada figura de una mujer joven y que ahora se hallaba sobre un cuerpo reducido a la piel y a los huesos. Una vez me llevaron a ver unas horrorosas figuras de cera en la feria, que representaban no sé a quién, aunque, desde luego, a un personaje, que yacía muerto y vestido con traje de ceremonia. Otra vez, también visité una de las iglesias situadas en nuestros marjales, y allí vi a un esqueleto reducido a cenizas, cubierto por un rico traje y al que desenterraron de una bóveda que había en el pavimento de la iglesia. Pero en aquel momento la figura de cera y el esqueleto parecían haber adquirido unos ojos oscuros que se movían y que me miraban. Y tanto fue mi susto, que, de haber sido posible, me hubiese echado a llorar.
- ¿Quién es? - preguntó la dama que estaba junto a la mesa.
- Pip, señora.
- ¿Pip?
- Sí, señora. Un muchacho que ha traído el señor Pumblechook. He venido... a jugar.
-Acércate. Deja que te vea. Ven a mi lado.
Cuando estuve ante ella, evitando su mirada, pude tomar nota detallada de los objetos que la rodeaban. Entonces vi que su reloj estaba parado a las nueve menos veinte y que el que estaba colgado en la pared interrumpió también su movimiento a la misma hora.
- Mírame - dijo la señorita Havisham -. Supongo que no tendrás miedo de una mujer que no ha visto el sol desde que naciste.
Lamento consignar que no temí decir la enorme mentira comprendida en la respuesta:
- No.
- ¿Sabes lo que toco ahora? - dijo poniendo las dos manos, una sobre otra, encima del lado izquierdo de su pecho.
- Sí, señora - contesté recordando al joven que quería arrancarme el corazón y el hígado.
- ¿Qué toco?
- Su corazón.
- ¡Destrozado!
Me dirigió una ansiosa mirada al pronunciar tal palabra con el mayor énfasis y con extraña sonrisa, en la que advertía cierta vanidad. Conservó las manos sobre su pecho por espacio de unos instantes, y luego las separó lentamente, como si le pesaran demasiado.
- Estoy fatigada - dijo la señorita Havisham -. Deseo alguna distracción, y ya no puedo soportar a los hombres ni a las mujeres. ¡Juega!
Como comprenderá el lector más aficionado a la controversia, difícilmente podría haber ordenado a un muchacho cualquiera otra cosa más extraordinaria en aquellas circunstancias.
- A veces tengo caprichos de enferma - continuó -. Y ahora tengo el de desear que alguien juegue. ¡Vamos, muchacho! - dijo moviendo impaciente los dedos de su mano derecha -. ¡Juega, juega!
Por un momento, y sintiendo el temor de mi hermana, tuve la idea desesperada de empezar a correr alrededor de la estancia imitando lo mejor que pudiera el coche del señor Pumblechook, pero me sentí tan incapaz de hacerlo, que abandoné mi propósito y me quedé mirando a la señorita Havisham con expresión que ella debió de considerar de testarudez, pues en cuanto hubimos cambiado una mirada me preguntó:
- ¿Acaso eres tozudo y de carácter triste?
- No, señora. Lo siento mucho por usted, mucho. Pero en este momento no puedo jugar. Si da usted quejas de mí, tendré que sufrir el castigo de mi hermana, y sólo por esta causa lo haría si me fuese posible; pero este lugar es tan nuevo para mí, tan extraño, tan elegante y... ¡tan melancólico!
Y me interrumpí, temiendo decir o haber dicho demasiado, en tanto que cruzábamos nuestra mirada.
Antes de que volviese a hablar apartó de mí sus ojos y miró su traje, la mesa del tocador y, finalmente, a su imagen reflejada en el espejo.
- ¡Tan nuevo para él y tan viejo para mí!-murmuró -. ¡Tan extraño para él y tan familiar para mí, y tan melancólico para los dos! Llama a Estella.
Seguía mirando su imagen reflejada por el espejo, y como yo me figurase que hablaba consigo misma, me quedé quieto.
-Llama a Estella - repitió, dirigiéndome una mirada centelleante -. Eso bien puedes hacerlo. Llama a Estella. A la puerta.
Eso de asomarme a la oscuridad de un misterioso corredor de una casa desconocida, llamando a gritos a la burlona joven, a Estella, que tal vez no estaría visible ni me contestaría, me daba la impresión de que el gritar su nombre equivaldría a tomarme una libertad extraordinaria, y me resultaba casi tan violento como empezar a jugar en cuanto me lo mandasen. Pero la joven contestó por fin, y, semejante a una estrella efectiva, apareció su bujía, a lo lejos, en el corredor.
La señora Havisham le hizo seña de que se acercase, y, tomando una joya que había encima de la mesa, observó el efecto que hacía sobre el joven pecho de la muchacha, y también poniéndola sobre el cabello de ésta.
- Un día será tuya, querida mía - dijo -. Y la emplearás bien. Ahora hazme el favor de jugar a los naipes con este muchacho.
- ¿Con este muchacho? ¡Si es un labriego!
Me pareció oír la respuesta de la señorita Havisham, pero fue tan extraordinaria que apenas creí lo que oía.
- Pues bien - dijo -, diviértete en destrozarle el corazón.
- ¿A qué sabes jugar, muchacho? - me preguntó Estella con el mayor desdén.
Contesté indicando el único juego de naipes que conocía, y ella, conformándose, se sentó ante mí y empezamos a jugar.
Entonces fue cuando comprendí que todo lo que había en la estancia, a semejanza del reloj, se había parado e interrumpido hacía ya mucho tiempo. Noté que la señorita Havisham dejó la joya exactamente en el mismo lugar de donde la tomara. Y mientras Estella repartía los naipes, yo miré otra vez a la mesa del tocador, y allí vi el zapato que un día fue blanco y ahora estaba amarillento, pero sin la menor señal de haber sido usado. Miré al pie cuyo zapato faltaba y observé que la media de seda, que también fue blanca y que ahora era de color de hueso, quedó destrozada a fuerza de andar; y aun sin aquella interrupción de todo y sin la inmóvil presencia de los pálidos objetos ya marchitos, el traje nupcial sobre el cuerpo inmóvil no podría haberse parecido más a una vestidura propia de la tumba, ni el largo velo más semejante a un sudario.
Así estaba ella inmóvil como un cadáver, mientras la joven y yo jugábamos a los naipes. Todos los adornos de su traje nupcial parecían ser de papel de estraza. Nadie sabía entonces de los descubrimientos que, de vez en cuando, se hacen de cadáveres enterrados en antiguos tiempos y que se convierten en polvo en el momento de aparecerse a la vista de los mortales; pero desde entonces he pensado con frecuencia que tal vez la admisión en la estancia de la luz del día habría convertido en polvo a aquella mujer.
- Este muchacho llama mozos a las sotas - dijo Estella con desdén antes de terminar el primer juego -. Y ¡qué manos tan ordinarias tiene! ¡Qué botas!
Hasta aquel momento, jamás se me ocurrió avergonzarme de mis manos, pero entonces empecé a considerarlas de un modo muy desfavorable. El desprecio que ella me manifestaba era tan fuerte que no pude menos de notarlo. Ganó el primer juego y yo di. Naturalmente, lo hice mal, sabiendo, como sabía, que esperaba cualquier torpeza por mi parte. Y, en efecto, inmediatamente me calificó de estúpido, de torpe y de destripaterrones.
- Tú no dices nada de ella - observó dirigiéndose a mí la señorita Havisham mientras miraba nuestro juego -, Ella te ha dicho muchas cosas desagradables, y, sin embargo, no le contestas. ¿Qué piensas de ella?
-No quiero decirlo-tartamudeé.
- Pues ven a decírmelo al oído - ordenó la señorita Havisham inclinando la cabeza.
- Me parece que es muy orgullosa - dije en un murmullo.
- ¿Y nada más?
- También me parece muy bonita.
- ¿Nada más?
- La creo muy insultante - añadí mientras la joven me miraba con la mayor aversión.
- ¿Y nada más?
- Creo que debería irme a casa.
- ¿Y no verla más, aun siendo tan bonita?
- No estoy seguro de que no desee verla de nuevo, pero sí me gustaría irme a casa ahora.
-Pronto irás - dijo en voz alta la señorita Havisham-. Acaba este juego.
Si se exceptúa una leve sonrisa que observé en el rostro de la señorita Havisham, habría podido creer que no sabía sonreír. Asumió una expresión vigilante y pensativa, como si todas las cosas que la rodeaban se hubiesen quedado muertas y ya nada pudiese reanimarlas. Se hundió su pecho y se quedó encorvada; también su voz habíase debilitado, de manera que cuando hablaba, su tono parecía ser mortalmente apacible. Y en conjunto tenía el aspecto de haberse desplomado en cuerpo y alma después de recibir un tremendo golpe.
Terminé aquel juego con Estella, que también me lo ganó. Luego arrojó los naipes sobre la mesa, como si se despreciase a sí misma por haberme ganado.
- ¿Cuándo volverás?-preguntó la señorita Havisham-. Espera que lo piense.
Yo empecé a recordarle que estábamos en miércoles, pero me interrumpió con el mismo movimiento de impaciencia de los dedos de su mano derecha.
- ¡Calla, calla! Nada sé ni quiero saber de los días de la semana, ni de las semanas del año. Vuelve dentro de seis días. ¿Entiendes?
- Sí, señora.
-Estella, acompáñale abajo. Dale algo de comer y déjale que vaya de una parte a otra mientras come. Vete, Pip.
Seguí la luz al bajar la escalera, del mismo modo como la siguiera al subir, y ella fue a situarse en el mismo lugar en que encontramos la bujía. Hasta que abrió la entrada lateral, pude imaginarme, aunque sin pensar en ello, que necesariamente sería de noche, y así el torrente de luz diurna me dejó deslumbrado y me dio la impresión de haber permanecido muchas horas a la luz de la bujía.

Charles Dickens (1812-1870)
de "Grandes esperanzas" (Fragmento del Capítulo VIII)

Imagen: fotograma del film "Great Expectations" (1946) dirigido por David Lean. El personaje de Miss Havisham interpretado por Martita Hunt.
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